Por Ernesto Talvi
MONTEVIDEO – La hegemonía gozada por gobiernos de centroizquierda e izquierda populista en América Latina durante gran parte de la última década parece estar llegando a su fin, a medida que partidos de centroderecha van ganando terreno en países como Argentina, Brasil, Guatemala, Paraguay y Perú.
La retirada de la “marea rosa” en la región no debiera sorprendernos. Los últimos 40 años de historia evidencian que los ciclos políticos en América Latina están altamente sincronizados y tienden a reflejar los vaivenes de los ciclos económicos.
Entre 1974 y 1981, América Latina creció a razón del 4,1 por ciento anual, en comparación con un promedio histórico de 2,8 por ciento. Cuando el precio del petróleo se disparó en los años 70, los “petrodólares” generados como resultado inundaron la región y financiaron incrementos del gasto público y burbujas inmobiliarias, generando una bonanza económica que apuntaló a las dictaduras militares que asolaban la región. En ese entonces, el auge económico fue atribuido al restablecimiento del orden y la estabilidad que supuestamente habían impuesto los regímenes autoritarios.
Sin embargo, este período no estaba destinado a perdurar. La bonanza fue interrumpida a comienzos de los años 80, cuando el entonces presidente de la Reserva Federal de EE.UU. Paul Volcker cambió de rumbo súbitamente y anunció una suba de la tasa de interés para reducir la inflación. El “shock de Volcker” representó un triple golpe para América Latina: EE.UU. entró en una profunda recesión, los precios de las materias primas se desplomaron, y los capitales dejaron de entrar al continente y comenzaron a fugarse de América Latina, atraídos por los altos rendimientos ofrecidos por instrumentos del Tesoro americano.
El resultado fue una “década perdida” de depresión económica y estancamiento; muchos países sufrieron una contracción de la producción, así como crisis cambiarias, crisis de deuda y crisis bancarias. La grave situación económica dio lugar a descontento social generalizado, y eventualmente—al son de la caída del muro de Berlín y el cese de la política estadounidense de apoyo a los regímenes militares en la región—todas las dictaduras de la región con excepción de la de Cuba fueron depuestas.
En su mayoría, las dictaduras militares fueron reemplazadas por gobiernos democráticamente electos de centroderecha, que modificaron el paradigma económico anterior—sustitución de importaciones, intervencionismo estatal y exceso regulatorio—por el “Consenso de Washington”, que exigía disciplina fiscal, estabilidad de precios, liberalización comercial y financiera, privatización y desregulación.
Cuando llegaron los años 90, el Plan Brady de 1989 ya había resuelto la crisis de deuda latinoamericana al ofrecer reducción de deuda a cambio de reformas económicas, y las tasas de interés en EE.UU. habían retornado a niveles más bajos. América Latina fue nuevamente inundada por capitales extranjeros; el consenso en aquel entonces era que los mercados de capital impondrían disciplina de mercado en una región con un largo historial de derroche, ya que en teoría sólo los países y empresas solventes serían capaces de obtener financiamiento. Otra bonanza sobrevino, atribuida en aquel entonces por los políticos latinoamericanos al Consenso de Washington.
La combinación de democracia con políticas sensatas y creíbles parecía finalmente haber funcionado. Esto es, hasta que la crisis financiera asiática de 1997 y el default de Rusia en 1998 explotaron sin previo aviso, generando una enorme fuga de capitales de los mercados emergentes que nuevamente sumió a América Latina en el abismo y resultó en depresión económica y más crisis cambiarias, de deuda y bancarias.
Entrado el nuevo milenio, una América Latina plagada de pobreza y descontento social vio a los gobiernos de centroderecha caer como dominós. Estos fueron remplazados por gobiernos de centroizquierda y, en algunos casos, por líderes populistas.
A diferencia de sus pares populistas, los nuevos gobiernos de centroizquierda no repudiaron el compromiso previo con la disciplina fiscal, la inflación baja y los mercados abiertos. Más bien, lo tomaron como base para instaurar programas sociales de redistribución. Estos programas, en muchos casos masivos, sólo podían ser financiados gracias al auge en los precios de las materias primas comenzado en 2003 y a una ola masiva de entradas de capital que alcanzó su punto máximo en 2012 a medida que inversores de países desarrollados buscaban obtener mejores rendimientos después de la crisis financiera global de 2008.
Una vez más, los elevados precios de los productos primarios y un tsunami de capital barato y abundante sustentaron un boom económico sin precedentes durante casi una década. Y una vez más, los gobiernos atribuyeron su éxito económico a las políticas del paradigma reinante, que en este caso combinaba ortodoxia económica con redistribución social. Además, la transferencia pacífica de poder de gobiernos de centroderecha a gobiernos electos de centroizquierda llevó a que muchos creyeran que esta vez sería diferente.
Estaban equivocados. A partir de 2012 América Latina se enfrió considerablemente, a instancias de la crisis de la eurozona, una desaceleración económica en China, el colapso de los precios de las materias primas, y una fuga de capitales de los mercados emergentes en la medida que los inversores internacionales buscaban refugio en activos seguros. Algunos países se estancaron, mientras que otros entraron en recesiones profundas.
Los gobiernos de la región una vez más se habían convencido a sí mismos y a los votantes de que la bonanza era atribuible a sus políticas. Habida cuenta del revés en el contexto externo, la frustración de expectativas y el desencanto dieron lugar a manifestaciones callejeras masivas convocadas por las redes sociales. En algunos países estallaron escándalos de corrupción echaron leña al fuego. El reflejo político de esta crisis socioeconómica ha sido un retorno gradual a gobiernos de centroderecha.
Los últimos 40 años de historia latinoamericana muestran que los ciclos políticos son evolutivos, construidos de forma incremental, con cada nuevo paradigma erigido sobre la base de paradigmas anteriores. De manera similar a la destrucción creativa de Schumpeter, la evolución se encarga de preservar aquellos elementos que resultan útiles, descartar los que quedan obsoletos, y agregar elementos nuevos en ocasiones transgresores.
Asumiendo que este patrón se mantiene, ¿qué podemos esperar de los nuevos gobiernos de centroderecha en América Latina?
Probablemente vayan a continuar el proceso evolutivo, conservando algunos de los principios básicos del Consenso de Washington así como—siempre que sea posible— y las políticas de redistribución social. No obstante, dado que en los tiempos que corren los recursos financieros serán escasos, el gasto social y la inversión en infraestructura deberán ser rediseñados con la eficiencia como principio rector, con el fin de maximizar el impacto minimizando gastos. He denominado a este nuevo paradigma “austeridad inteligente.” Si los gobiernos latinoamericanos logran implementarlo exitosamente, entonces realmente merecerán atribuirse los resultados económicos positivos que se obtengan como resultado.
Ernesto Talvi es investigador superior no residente y director de la Iniciativa Brookings-CERES de Política Económica y Social para América Latina, en la Brookings Institution.
Copyright: Project Syndicate, 2016.
www.project-syndicate.org