La infraestructura además de ser la columna vertebral de la economía mundial es un facilitador fundamental de la prosperidad y el crecimiento. Entre otras cosas, la infraestructura ayuda a conectar a las personas, mejorar la calidad de vida y promueve la salud y la seguridad. Los activos de infraestructura incluyen los edificios e instalaciones que permiten la entrega de servicios de energía, transporte, agua y telecomunicaciones. En la actualidad, en el mundo se invierten aproximadamente US$5 billones al año en infraestructura, casi la misma cantidad que el desembolso global en activos inmobiliarios. El problema es que cuando la infraestructura falla, el resultado no es solamente un daño directo a los activos, sino que, a menudo, produce grandes efectos socioeconómicos en cadena a medida que se interrumpen los servicios.
Lo cierto es que, en los últimos años, los eventos climáticos extremos han puesto de relieve las vulnerabilidades de la infraestructura. A modo de ejemplo, cuando el huracán Sandy azotó la costa este de los Estados Unidos en octubre de 2012, el metro, los aeropuertos y las carreteras se inundaron, los vientos destruyeron una cuarta parte de las torres de telefonía celular en el Noreste y la pérdida de electricidad obligó a muchas más torres a desconectarse después de agotar sus baterías de emergencia. Como consecuencia de Sandy, millones de personas quedaron sin energía, algunos por días o semanas, y varios negocios cerraron por problemas de seguridad pública. En total, este evento climático causó alrededor de US$70 mil millones en daños y fue uno de los más costosos y destructivos. Pero seguramente no será el último evento de este tipo. De hecho, es probable que, dado el crecimiento y desarrollo continuo de las zonas urbanas costeras y el aumento de un 10 % de la población en áreas costeras, las consecuencias de las tormentas, en materia de daños y disrupciones, sean cada día mayores.
El cambio climático ha amplificado los riesgos para la infraestructura que se caracteriza entre otros factores por grandes inversiones en activos diseñados para operar en el largo plazo. Por ejemplo, las plantas de carbón están diseñadas para operar 40 a 50 años mientras que las plantas hidroeléctricas están pensadas para operar por 100 años. El gran problema es que las instalaciones han asumido o dan por descontado -para hablar de manera más financiera-un clima futuro muy similar al del presente y la realidad es que el cambio climático y los eventos climáticos más extremos como los que sabemos van a ocurrir, presentan entonces en la actualidad amenazas directas a estos activos, así como efectos secundarios significativos para aquellos que dependen de los servicios que brindan esos activos. La realidad hoy en día es que, pequeños aumentos en el riesgo climático pueden tener efectos no lineales en la infraestructura, ya que se infringen los niveles de tolerancia de esta. Además de lo ya mencionado, los peligros climáticos crónicos y agudos pueden también producir impactos crónicos cuando un riesgo ocurre con regularidad, por ejemplo, la disminución de la eficiencia operativa de la red eléctrica bajo las altas temperaturas de verano todos los años.
En general, el cambio climático podría alterar cada vez más los sistemas críticos, aumentaría los costos operativos, exacerba la brecha de financiamiento de la infraestructura y crear un derrame sustancial con efectos en sociedades y economías. Existe una variedad de vulnerabilidades únicas de cada tipo de activos de infraestructura a diferentes categorías de amenazas climáticas pero la realidad es que el riesgo climático para la infraestructura es omnipresente. Adaptar la infraestructura a los crecientes riesgos climáticos requerirá una mayor transparencia, cambios en el diseño y un mayor financiamiento.