En el departamento del Putumayo, para finales de los 90' e inicios de los 2000', la violencia se había convertido en la cotidianidad de una economía desgarradora, que sembraba cuerpos a su paso mientras intoxicaba el organismo vivo de un mundo hipócrita, que pretendía resolver el flagelo de sus ansias con la muerte de pueblos enteros, que eran los sueños de habitar de sus pobladores.