Autora: Jancarla A. Loayza Medina
En estos días me ha tocado leer diversas publicaciones nacionales e internacionales referidas a demandas en torno a las condiciones requeridas por la población para enfrentar este contexto adverso generado por la pandemia de coronavirus, así como las medidas asumidas por los gobiernos en respuesta a la gravedad de la situación sanitaria. Me llamó la atención aquellas vinculadas al ejercicio del “Derecho a la Vivienda Adecuada”, concepto que no es muy conocido, pero que hace referencia a aquella integralidad necesaria y reclamada la mayor parte de las veces de manera desarticulada, pues aún no hemos internalizado que el concepto de “vivienda adecuada” hace referencia a muchas condiciones a la vez: contar con seguridad jurídica de la tenencia (sea vivienda propia o arrendada), contar con servicios básicos, equipamientos cercanos, con espacios habitables, con una ubicación adecuada, la posibilidad de cubrir los costos de la vivienda (mantenimiento, alquileres, préstamos, etc.) sin que estos pongan en riesgo el ejercicio de otros derechos como la alimentación, salud y educación, entre otras características que son parte de este derecho, y que hoy está consagrado en nuestro texto constitucional.
Por otro lado, me inquietaron las noticias sobre violencia intrafamiliar y el pronóstico de organizaciones defensoras de los derechos de las mujeres en relación a un posible aumento de hechos de violencia de género a nivel Latinoamérica durante la cuarentena, afirmación que anoche fue corroborada en el mensaje presidencial. Esto me recordó mi deseo postergado de realizar una investigación respecto a la incidencia de las condiciones habitacionales en la violencia intrafamiliar, entendiendo que las estadísticas habían demostrado que los mayores niveles de inseguridad para las mujeres se generaban dentro las viviendas y no así fuera de ellas.
Entonces, no resulta descabellado pensar que dicha inseguridad de la que son víctimas las mujeres, y los riesgos frente a sus agresores en estos días de cuarentena se vincula, entre otros factores, a la imposibilidad de miles de familias de ejercer plenamente el Derecho a la vivienda adecuada vinculada a la desigualdad de género y la feminización de la pobreza.
Lo mencionado cobra fuerza en estos días, en los que muchas mujeres además de convivir con el riesgo del coronavirus, conviven con miedos envueltos en condiciones de precariedad habitacional, viviendo en hacinamiento y desarrollando tareas de cuidado que les genera riesgos y violencia. Paredes con techos que no las cubre de la violencia psicológica, de la física, de la económica, entre otros tipos de violencia que las limita, que las maltrata, que las mata.
Las estadísticas muestran cifras preocupantes sobre la desigualdad de género, particularmente en términos de acceso a educación y recursos económicos, siendo éstos los motivos principales para no acceder a una vivienda (sin considerar que las acciones gubernamentales difícilmente toman en cuenta estas desventajas), lo que las lleva a habitar bajo la modalidad de alquiler o en viviendas cedidas, cuyas condiciones físicas, en la mayoría de los casos, son precarias y cuyo costo les es difícil cubrir, sumándose a sus miedos el de desalojo. Existen estudios que señalan que vivir en situación de inquilinato genera en las mujeres mayor inseguridad y dependencia frente a la incertidumbre económica y por ende mayor violencia conyugal.
La situación se agrava en aquellos asentamientos denominados precarios, donde además se debe lidiar con los problemas de acceso y costo de los servicios básicos, que también son un tema de “responsabilidad de la mujer”, quien acarrea el agua, quien debe pagar a tiempo la factura para evitar el corte, quien debe correr detrás del camión repartidor de garrafas, quien debe botar la basura, entre otras mil tareas. En este momento en que la pandemia se acerca amenazante, la situación no es menor, niñas, jóvenes, mujeres adultas y ancianas deben ser lo suficientemente imaginativas para seguir cumpliendo el rol que la sociedad injustamente les asigna como una función específica del género femenino.
¿Y qué pasa con las mujeres en situación de calle, aquellas a quien el sistema niega y seguirá negando la posibilidad de tener un techo que las cobije?, ¿Podemos decirles: “Quédate en casa” ?, pues en este tiempo de crisis sanitaria seguirán sin un lugar donde resguardarse, su vivienda será la ciudad, las aceras, las bancas de una plaza, las calles…sin importar sus hijos, sin importar que son ancianas, sin importar que fueron recientemente desalojadas, que muchas veces ya han sido víctimas de muchas formas de violencia. No existen viviendas de acogida para mujeres víctimas, la violencia continua campante. Algo similar pasa con las mujeres migrantes y sus familias, no se han pensado en muchos años en brindar refugios temporales, aun cuando hay muchas propiedades no utilizadas o subutilizadas, muchos inmuebles incautados, de los que no sabemos que función cumplen hoy.
El tema es complejo y da para ahondar en distintas vertientes, es muy difícil ordenar las ideas frente a un universo de problemas que se entrelazan y se complejizan, pero lo descrito ayuda a repensar el tema en el marco de esa sinergia necesaria entre derechos, igualdad de oportunidades y calidad de vida.
Esperemos que las medidas definidas por el gobierno de Bolivia contribuyan a disminuir la violencia generada contra las mujeres, esperemos que de esta crisis surjan nuevas oportunidades, particularmente la oportunidad de hacer mejor las cosas, de tomar mejores decisiones, de quitarnos ese vendaje patriarcal que nos limita a entender que sólo podremos avanzar hacia la igualdad a partir de acciones de discriminación positiva, de política pública que las incluya, de entender que la equidad de género no es un tema de privilegios de la mujer, es un tema de justicia social.