Tras más de un año desde la declaración de pandemia por parte de la Organización Mundial de la Salud (OMS), los diferentes estamentos gubernamentales a nivel mundial hacen esfuerzos por recuperar sus alicaídas economías y generar nuevamente la confianza en sus ciudadanos. Aunque el esfuerzo está en reducir el número de contagios y muertes, la mutación del virus y las discrepancias acerca de la efectividad o no de las vacuna, vienen a ser parte de una dinámica social y política poco comprensible cuando hablamos de la vida de seres humanos y no se simple objetos.
Por otra parte, la pandemia ha mostrado las vulnerabilidades de los precarios sistemas de salud en Latinoamérica, pasando de la inercia al desarrollo de estrategias apresuradas para reducir el contagio y gran cantidad de muertes que ha provocado la COVID-19, pero también ha puesto de manifiesto, la carencia de una cultura ciudadana para hacer frente a este tipo de catástrofes sanitarias, privando el individualismo y los intereses políticos en muchos de los casos observados.
Si bien la pandemia aceleró gran parte de la crisis económica y por ende también social de numerosos países, ya mucho antes de su aparición, se disertaba acerca de una recesión mundial producto de una desaceleración económica que se venía mostrándose sigilosamente desde décadas atrás. Por esta razón, culpar a la pandemia de la actual crisis sería algo arriesgado. Tal como lo destaca Danny Dorling, “cuando enfrentamos crisis económicas, tendemos a culpar de lo que está sucediendo a factores inmediatos, como por ejemplo con la crisis del petróleo en los 70, con la del desempleo en los 80 y lo estamos haciendo ahora con la pandemia».
En este caso, ya los acontecimientos previos a la pandemia mostraron otra faceta de lo vulnerable que son nuestras economías, pero también de la ausencia de políticas ambientales con las cuales afrontar estos cambios. A tal efecto el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (2020) advierte que “el mundo está muy lejos de cumplir los objetivos del Acuerdo de París. Las reducciones de emisiones de carbón en el punto máximo de las medidas de confinamiento por el coronavirus alcanzaron hasta un 17%, pero ya se acercan de nuevo a los niveles previos a la pandemia y a largo plazo no tendrán mucho impacto en las concentraciones de gases de efecto invernadero en la atmósfera, que permanecen en niveles récord. La temperatura sigue aumentando y el agua y los ecosistemas están cada vez más amenazados”.
Tras este y muchos señalamientos que se pueden encontrar en diversos medios, hablar de volver a la normalidad se asemeja a un chiste que solo busca desviar la atención de los verdaderos riesgos que estamos vislumbrando como sociedad. Aún cuando las medidas de confinamiento promovieron la reducción de la contaminación ambiental debido a las restricciones de movilidad, Dorling señala que “lo impactante de los confinamientos es descubrir que en realidad estás tirando aún más basura de lo que solías hacer porque, por supuesto, no estás botando cosas en el trabajo ya que no vas a trabajar, no estás viajando, no estás comiendo en un restaurante donde otros tiran los paquetes de comida». Esta y otras experiencias, dan muestra de lo complejo de nuestro comportamiento.
El mundo antes de la pandemia
Desde décadas atrás, se han venido exhibiendo notas de alerta acerca del daño irreversible a nuestro planeta. En efecto, un elemento por considerar en esta pandemia y que debe ser objeto de análisis, lo refiere la Revista Plos Neglected Tropical Diseases (2019), en la que se señalan los efectos que están originándose a raíz del cambio climático y que tristemente impulsarán el incremento de pandemias. Destaca la revista que “nuestro ambiente está cambiando, y al menos mil millones de personas estarán expuestas a enfermedades como la fiebre del dengue a finales del siglo XXI, a medida que aumenta la temperatura global”.
Con el calentamiento global como fenómeno que pocos consideran importante, los científicos señalan que casi toda la población mundial podría estar expuesta en algún momento en los próximos 50 años. Subrayan que en la medida que aumente la temperatura mundial, “se pronostican transmisiones de enfermedades durante todo el año en los trópicos y riesgos estacionales en casi todas partes, además de que las infecciones sean de mayor intensidad”. Los expertos indican que «estas enfermedades, que consideramos estrictamente tropicales, ya han aparecido en áreas con climas adecuados, como Florida (EE. UU.), porque los humanos son muy buenos para mover ambos insectos y sus patógenos por todo el mundo». De hecho, los cambios en las temperatura y elevaciones altas de los trópicos que solían ser fríos para los virus, se podrían enfrentar a enfermedades propias de los trópicos.
Finalmente, tras las secuelas de una emergencia sanitaria triste y engorrosa que aún no termina de arraigar muertes y desolación, es menester entender que tanto el deterioro ambiental como esta pandemia están vinculados y describen un futuro incierto mientras algunos se engañan al pensar que podemos volver a la normalidad. Tal como lo señala Begoña Rodríguez (2020), estamos ante una emergencia climática sin precedentes donde observamos el esfuerzo de muchas organizaciones y países. Sin embargo, “la respuesta a esta amenaza a largo plazo parece haberse congelado para reaccionar ante una amenaza más urgente: la provocada por la pandemia del coronavirus”. Es allí donde está el error, ya que “no podemos elegir entre apagar un fuego u otro, debido a que hemos debilitado los ecosistemas que nos protegen”. Por ende, contar con políticas ambientales que respalden el desarrollo sostenible, son las mejores garantías para edificar una sociedad capaz de hacer frente a nuevas pandemias.