La geógrafa española Marta Román Rivas puso el dedo en la llaga al advertir, en el congreso internacional Walk21 en Bogotá, que si no recuperamos la confianza y la empatía en el espacio público, el diseño urbano y las intervenciones no serán efectivas por sí solas.
Hubo un tiempo en que éramos mejores. Una época en la que como niños íbamos al colegio a pie, jugábamos con nuestros amigos en la calle, nuestra vida social se hacía con los otros en el barrio y recorríamos con naturalidad esas calles que tejían la ciudad. Teníamos, de manera espontánea y casi sin advertirlo, una vida pública.
Pero progresivamente comenzamos a darle primacía a la individualidad, a la vida privada. Una vida privada que en la antigua Grecia era literalmente eso: la privación de la interacción en lo público, no poder salir, no poder compartir con los otros habitantes de la polis.
Y fue así como lentamente nos encerramos en nuestras casas, pusimos barrotes, nos tomamos como cierta esa publicidad efectista de tienda de hogar que nos hablaba de la “república independiente de tu casa”. Y también encerramos a nuestros niños. De esa forma empezamos a abandonar el espacio público.
Mucho de este relato fue la columna vertebral de la reflexión hecha por Marta Román Rivas, geógrafa española del Grupo de Estudios y Alternativas GEA21 de Madrid, en el congreso internacional Walk21 en Bogotá. Allí advirtió que si no recuperamos la confianza y la empatía en el espacio público, como esencia del encuentro social, difícilmente podrán hacerlo las infraestructuras o el diseño urbano.
Y en esta narrativa de Román surge otro actor fundamental en la pérdida de valor del espacio público: el automóvil. Por él, en opinión de la reconocida geógrafa, nos hemos separado de la gente para evitar conflictos, nos convencimos de que lo importante pasa dentro de esa máquina y que también dentro de ella nos protegemos. Nos hicimos a la idea de que el coche nos provee de seguridad y nos evita el peligro que hay afuera en la calle.
Esta manera de vivir que ha calado en el ser humano también se ha trasladado al sector público, explica Román. “Pasamos de ser ciudadanos a ser clientes exigentes a los que hay que dar cada vez servicios más selectos”, afirma. Pero ese sector público, lo gubernativo, también asumió la nefasta práctica de encerrarse. “Esta lógica de la privacidad que está asumiendo el sector público, es cada vez tan patente, por ejemplo, que los propios equipamientos, los propios servicios, los propios edificios públicos, también se autoprotegen del espacio público”, hace notar la académica española.
La desaparición del ámbito comunitario
Esta sublimación de la individualidad ha devenido en un escenario inquietante para el ser humano, para el ciudadano: “Con estas lógicas individuales y, como digo, contagiándose con ellas también el sector público, lo que ha desaparecido es el ámbito comunitario, la calle, el lugar material donde es posible el encuentro social. ¿Y eso qué supone? Eso supone que las familias nucleares tienen ahora mismo que asumir muchas de las cuestiones que antes se hacían en la comunidad”, advierte Román.
“Ahora mismo, aunque tenemos muchos menos hijos que a lo mejor nuestras madres, es mucho más exigente, porque tenemos que hacer precisamente todo lo que antes generaba una tribu: hay que atender al nene en casa; llevarles y traerles; educarles; llevarles a jugar, controlarles, estar siempre… la paternidad y la maternidad se han hecho sumamente tensas, duras, difíciles, precisamente porque no tienes la condición social que ayudaba y contribuía a ello”, reflexiona la conferencista invitada a Walk21.
“Como los niños no pueden jugar en la calle, ahora pedimos que los colegios estén desde primera hora de la mañana hasta altas horas de la noche para poder conciliar la vida; hay que organizar juegos, tiene que haber un instructor, tiene que haber un adulto controlándoles y llamamos servicio público a algo que antes era tan sencillo como jugar en la calle, o por ejemplo, la seguridad: ahora cada día más la ciudadanía pide que tengamos un policía en cada esquina, porque hemos olvidado cómo resolver conflictos entre los ciudadanos y a veces, hasta para cosas muy pequeñas, necesitamos servicios del Estado, porque ya no sabemos ni cómo gestionar nuestros propios conflictos”, añade Román.
Pero quizás incluso más complejo que con los niños, es el escenario con los adultos mayores, que serán mayoría en buena parte de las ciudades y Román lo ejemplifica: “Ahora en mi país, por ejemplo, las mujeres mayores que tienen problemas de movilidad y que están en la casa, que son independientes, si no hay un familiar que se encargue de ellas, hay un sistema -creo que es un collar o una pulsera-, que pueden llamar por si tienen algún problema, por si se caen o si necesitan algo… ¿Qué tiene que ver un collar frente a la compañía, a la sensación de pertenencia que puede dar una comunidad vecinal? ¿Qué tiene que ver eso? Eso es un sucedáneo, no estamos generando redes, estamos generando otra cosa”, asegura.
Ingredientes para recuperar la vida pública
Como si se tratara de una receta, de un plato que podamos preparar y sumarle ingredientes, Marta Román Rivas propone algunas reflexiones para recuperar esa vida pública, ese encuentro social y humano.
“Lo primero, voy a proponer aquí un caldero, como ejemplo de la autoridad. ¿Qué es el caldero ese? El caldero es por un lado el espacio público que no puede tener grietas, que no puede estar inaccesible, que tiene que ser para todos, que no tiene que estar privatizado; la autoridad tiene que permitir que ese caldero se dé”, explica.
“Este caldero imagínense que se llena de agua y el agua es el liderazgo, y el liderazgo es básicamente un proyecto que coincida concitar el interés de personas diversas en torno al mismo, eso es el liderazgo, algo que va a contener distintos sabores y allí podemos empezar a tener y pueden sumarse distintos ingredientes, necesitamos la diversidad, todo el mundo está llamado: infancia, mayores, personas con discapacidad, se tienen que poder encontrar en ese lugar legítimamente respetados y principalmente que sean llevados para pertenecer a él”, añade la geógrafa.
Y un tercer ingrediente y quizás el más complejo de adquirir: el riesgo al conflicto. “No es posible generar estos sabores de los que he hablado, estos sabores de confianza, seguridad, pertenencia, no es posible llevarlo a cabo si no estamos dispuestos a asumir el riesgo al conflicto. Muchas veces estamos hablando de una gestión podríamos decir física en el espacio público, que básicamente consiste en hacer infraestructura. Yo he visto aquí (en el congreso) muchas imágenes muy bonitas de calles peatonales, se ha hablado de la peatonalización, pero yo continuamente estoy viendo que ahí no podría estar un niño solo, ahí no podría estar una niña ¿Por qué? Porque realmente si no generamos junto a esa transformación física un cambio social, que haya ojos, oídos y brazos dispuestos a atender; si quienes aparecen ahí son únicamente transeúntes, turistas, que generalmente la van a pasar bien y van a estar muchos más libres, pero no formando comunidad, eso es otra cosa. La comunidad es ese sabor único, especial, rico auténtico”, sentencia.