Lissania Zelaya es una mujer de fuego que hace parte de una colectiva que se llama Amorales. Lo primero que hay que saber de ella es que es feminista, aunque explica que, por el momento histórico, porque prefiere animalita; luego -y casi en el mismo renglón- que lo que hace ella es fuego.
Pero devolvamos un poco antes de llegar al fuego: su familia es maravillosa, una mamá talentosa y trabajadora que siempre fue maestra y para el momento de esta entrevista era rectora; era además una mujer que llevaba a ella y a sus hermanas -después una dramaturga y la otra música- a la sinfónica; las dormía con música clásica. Hay que entender que la casa de estas tres mujeres queda en un sector popular de San Salvador y que en esta cada una tiene su sección de libros y tienen otra sección libros compartidos.
“Mi mamá me decía usted tiene que cuestionarlo todo”-recuerda Lissania escuchar desde muy niña-.
Tiene claro que fue después de una decepción amorosa, que salió su hermana y los amigos de ella que empezó a hacer malabares. Entre estos y estas jóvenes había los que hacían malabares.
“Comencé a ver videos en YouTube y a formarme yo solita, vea”.
Era la misma época por la que estaba estudiando derecho y fue al mismo profesor de derecho que le sacó 8 con malabares del que reafirmó que ella podía ser muchas cosas. Él la motivó a no dejar el derecho y tampoco el arte. De ahí le quedó como reflexión que además de abogada y artista, podía ser racional y emocional y hoy sus obras podían tener todas las emociones, así como mucha investigación.
“Mis obras artísticas no son sólo algo sentido, sino construido, y algo que yo he estudiado y que sé qué quiero lograr y qué quiero provocar”
El puente entre el derecho y el arte lo arma con la filosofía, siente que el arte no tiene que ver con leyes, pero el arte tiene que ver todo con los derechos. Desde el derecho exploró en la criminología el porqué del crimen y está convencida en la autorregulación, en hacer las cosas por convencimiento, en los cambios reales de pensamiento. No le bastó con el derecho y para poder explorar con su incidencia y su arte el por qué la gente hace las cosas, empezó a estudiar psicología.
Pero todo no se terminaría de ordenar hasta que encontrara un espacio en el teatro sin dejar de ser sí misma. La primera dificultad es que hasta el 2019 El Salvador no tenía ninguna carrera universitaria de artes dramáticas o dirección teatral. Lo que es más grave aún es que se encontró con lugares muy masculinizados, donde las mujeres no estaban a salvo y se veían presionadas y manipuladas.
“Como es posible que las mujeres no podemos vivir libres de violencia, ni siquiera en los espacios artísticos, en donde se supone que nos deberían asegurar nuestro desarrollo. En los pocos espacios que existen en el país nos acosan, nos agreden, nos intentan violar”.
El problema para las actrices en El Salvador sigue siendo gigante, un espacio reducido donde los hombres naturalizan a tal grado el acoso y las agresiones porque no sólo hay impunidad, sino que pueden cerrarle todos esos espacios artísticos consolidados y tradicionales. Pero Zelaya encontró la determinación para construir espacios dirigidos por mujeres y también en Cesar Pineda un profesor distinto, y luego los compañeros y compañeras con quienes formar esa nueva hermandad artística.
“Con él aprendí que el artista tenía que saber todo lo que fuera posible, tiene que investigar, tiene que saber de todo y si no se lo inventa, el artista tiene que investigar, tiene que leer, tiene que investigar en su cuerpo -me decía él-. Y con él fui aprendiendo otras técnicas actorales que no sólo se basaban en hacerte sufrir a vos”.
Para Lissania viajar con el arte es casi que uno de los propósitos de este, es otro código de su libertad, viajar haciendo arte en el camino hasta Nicaragua -que es una especie de refugio-, pero uno de esos viajes donde se pudo encontrar y pensarse Latinoamérica fue a Ecuador y de Ecuador a Brasil. En Ecuador estudió una técnica de Memoria y Olvido de la Acción Dramática y en Brasil conoció el Teatro del Oprimido.
Ella está segura de que una Latinoamérica imaginada por artistas sería sin guerras y sería el fin del militarismo. Ella siente la potencia que somos y como los saqueos y exploraciones no han parado, pero cree mucho en el poder de los símbolos para diluir banderas y romper la falsa idea de que las injusticias que suceden en otro país no me afectan.
“Las banderas existen para que no nos sintamos separados: yo estoy en Ecuador y no me importa lo que ocurra en Colombia, allá afuera, me dicen que eso no tiene que ver conmigo y es mentira”
Para el 2019 Zelaya hace de todo con Amorales: reciben denuncias de mujeres acosadas o abusadas, asesoran jurídicamente, generan una red protectora, desarrollan una incidencia para la despenalización del aborto, hacen performance, scratch y luchan contra la militarización.
Para ella caminar una corta distancia es una travesía; en el San Salvador de 2019 la Policía puede arrestar a cualquiera que esté en una esquina, requisan al que vean sospechoso y empiezan a llegar a los barrios populares como un ejército de ocupación. Pero es que además está el Ejército en toda la ciudad, es cierto que alrededor de su vecindario hay pandilleros, pero parecen domesticados por la propia comunidad y en cambio cuando tiene que pasar junto a una tanqueta del Ejército escucha el chasquido del fusil para cargarlo, adrede y sin necesidad, mientras que escucha que el uniformado le lanza un beso.
Tiene un tipo de técnica a la que llaman Circo Viejo y con esta se han ido a la Universidad, al estreno de obras y a oficinas del gobierno con huevos y pintura y un poco de clown a hacerle scratch a abusadores y a las injusticias institucionalizadas.
Una de las acciones más intensas y bonitas que registramos, es Amorales dirigiéndose a mujeres sindicalistas y asociaciones de empleadas domésticas. Eran dos actrices, una infiltrada en el público y Zelaya en el auditorio como “señora de alta sociedad “que les iba a dar consejos para la vida. En el primer acto esta señora refinada (su personaje) les reparte un formulario porque dice que está interesada en contratar a algunas o recoger hojas de vida, en el segundo acto el personaje de la empleada doméstica -que empieza a ser evidente que viene con la “la señora”- les empieza a hablar mal de su patrona; en un tercer acto, el personaje que interpreta Lissania pide un café a la empleada, en el cuarto acto empieza a hablar de lo buena patrona que es, que inclusive llevó a su empleada a sus vacaciones y le permitió meterse a la piscina y al mar, la empleada entonces aclara que fue como niñera y no de vacaciones. Finalmente, el público empieza a protestar.
Para Zelaya el arte tiene que incidir, tiene que cambiar formas de pensar, pero es también otro lenguaje -que no nos permitían- con el cual hacer redes tan resistentes como comprender el dolor del otro -una empatía máxima-.
“El arte sirve para reflexionar sobre nuestros contextos, primeramente, para darnos cuenta, yo creo que sí algo tiene el arte es esa capacidad cuestionadora de un orden establecido, de una realidad establecida, de una verdad establecida. Y el arte te permite acercarte a las personas no necesariamente en un lenguaje hablado, sino a través de otros lenguajes que se nos han negado. Yo creo que he entablado amistades bien chivas a través del arte, sin necesidad de que coincidamos en otra cosa más que en lo artístico, en ese lenguaje que para mí es mágico. Creo que el arte nos permite crear redes, crear empatías con otras personas, que nos pueda doler lo que les duele a otras personas”
“El arte me enseñó a desobedecer” -dice Lissania y se queda pensando-. Ella comulga con el anarquismo, y nos enseña que los anarquistas en Latinoamérica finalmente tienen una noción muy clara del origen étnico, de la naturaleza y del medio ambiente y en eso buscar con toda rebeldía y sin ninguna delicadeza una armonía donde surja la creación como libertad y la vida como lo indómito.
Ella busca provocar, pero también el arte ha sido lo que la ha salvado de perderse de ella, de extraviar su libertad; lo que le permite escapar de un sistema o una manera de vivir mecanicista y autómata. Le tiene miedo a esa vida cobarde repetitiva, donde la gente se esfuerza y se sacrifica sólo para 15 días de vacaciones programadas. Su arte es su arma y su autodefensa; con el arte aprendió a darle un lugar libre e insumiso al enojo.
“Una resistencia a un sistema que lo único que busca es como la mecanización, la automatización”-es uno de sus múltiples propósitos del arte-.
Finalmente, llegamos al fuego, nos cuenta que está cansada de demostrar. El fuego es para ella misma, con el fuego ha tenido la mayor felicidad, nos dice que ha tenido orgasmos haciendo fuego. Aquí vuelve a surgir lo animal y los símbolos que atraviesan el fuego, dice que ha explorado la culebra como su animal en la teatralidad, que en su plexo solar hay fuego, que le fascina el sonido.
“Con el fuego en las manos no me hace falta nada más. (…) En el plexo solar tengo fuego, el sonido, el calor, esa sensación de sentir que desaparezco y sólo existe el fuego. Con una amiga que también hace fuego hemos dicho que quizá en algún momento fuimos quemadas”
Ella se enfrenta al miedo que produce en los hombres ese fuego que podemos llamar lo femenino desatado; nos cuenta que tienen problemas con los religiosos, especialmente con hombres y entonces hace consciencia histórica del sometimiento a las mujeres, la dominación, pero también la aniquilación de muchas fordas y místicas en esos procesos civilizatorios.
“En algún momento de la historia nos quemaron y nosotras somos de las que: ¿vos a mí me vas a dar fuego? ¡Dámelo! vos a mí no me vas a quemar, voy a jugar con ese fuego. ¿Vos me vas a quemar por bruja, ¡la regaste! ¿Vos a mí no me vas a quemar?” -decían cualquier día las dos mujeres con el fuego girando en sus manos, cinturas u hombros-.
Fuentes:
- Entrevista a Lissania Zelaya en El Salvador, 2019.