Hace ya varios años nuestra empresa tuvo la fortuna de desarrollar en un convenio con el Banco Interamericano de Desarrollo BID, una serie de teleféricos para zonas rurales del departamento de Antioquia.
Aunque todos fueron proyectos muy valiosos, uno me marcó y todavía lo recuerdo muy bien. Era en el municipio de San Andrés de Cuerquia, en el norte. Allí, los habitantes de las veredas y corregimientos cercanos debían invertir hasta 7 horas diarias, a lomo de mula, para poder sacar sus productos de cosecha y comercializarlos en el casco urbano. Gracias al cable ese viaje diario se redujo a solo 7 minutos. Sí, solo 7 minutos, aunque parezca increíble.
Esa experiencia me hizo comprender que, en muchos casos, lo que creemos que es un proyecto de movilidad, en realidad es mucho más que eso: es un detonante de desarrollo económico, social y hasta ambiental.
Esta historia viene como anillo al dedo para la reflexión que quiero proponer hoy a propósito del nuevo TransMiCable en Bogotá. Este proyecto, que desafortunadamente necesitó de tres gobiernos para hacerse realidad (y digo eso porque desde el punto de vista de ingeniería no es nada complejo). Hoy no solo facilita la movilidad de estos humildes bogotanos, sino que viene cambiando la dinámica comercial y económica, el rostro de los barrios y hasta el espíritu de los habitantes de Ciudad Bolívar. Hoy comienza a generar sentido de dignidad, pertenencia y orgullo en las personas.
Y ello se veía venir. Solo falta recordar como el primero de todos los teleféricos usados como transporte público masivo en el mundo, el Metrocable de Medellín, tuvo un enorme impacto en las comunas del nororiente, que hasta ese momento eran las más violentas. La gente pintó sus fachadas, dió la bienvenida con mensajes dibujados en las terrazas, montó nuevos negocios y abrió las calles de sus barrios para recibir a los extranjeros y a los propios habitantes de la ciudad que nunca habían ido allá por miedo a lo violento y también lo desconocido.
Hoy nadie recuerda las polémicas suscitadas alrededor de esa obra, que algunos consideraban innecesaria e imposible, porque una “garrucha” no podía ser un medio de transporte moderno y confiable. Pero lo mejor: hoy nadie recuerda el costo que tuvo ese Metrocable, porque ese tema pasó a segundo plano al ver el impacto en la renovación urbana del sector, en el desarrollo económico de su población y en la transformación espiritual de esa comunidad. Como dice el famoso comercial de una tarjeta de crédito: hay cosas que el dinero no puede comprar.
Algo similar está pasando con el Tranvía de Medellín. Si la discusión se hubiera centrado en lo costoso que era montar el sistema en relación con pasajeros transportados hora y día, posiblemente jamás se hubiera construido. Y claro que el rigor técnico es importante, pero Medellín aprendió – y ese es parte de su capital social- que las obras públicas tienen un costo y un valor. Y ese valor que representa esa obra en materia de renovación urbana y social, en las zonas de confluencia, supera en buena medida, el costo del proyecto. Hoy el corredor tranviario de Medellín son 113 mil metros cuadrados de nuevo espacio público, donde los habitantes pasean, montan en bicicleta, han emprendido numerosos negocios, donde las casas y apartamentos se han valorizado y se respira un aire menos contaminado, gracias a que un sistema de movilidad limpia les quitó a los automóviles una vía principal. Todo esto pasa mientras que, en Bogotá, por una discusión técnica en extremo y hasta un tanto política, se rechazó el tranvía de la Carrera Séptima, una de las vías más emblemáticas de la capital colombiana.
He defendido en esta misma columna que a la hora de elegir un sistema de transporte público hay que considerar una serie de asuntos fundamentales: tener claro el número de personas a transportar, no olvidar las condiciones geográficas, fortalecer la intermodalidad, proyectar con claridad el futuro y entender que el costo no es lo más importante. Y sobre esto último también se requiere flexibilidad para comprender, que no siempre se está haciendo solo una obra de movilidad. En muchos casos se está haciendo una obra de renovación humana, social y urbana, y ello es muy importante. Espero que esta reflexión sirva a alcaldes y tomadores de decisión para acertar en sus proyectos de movilidad en estudio. Así nos sucedió a mí y a mi equipo en San Andrés de Cuerquia. Si hubiera sido por costo y número de pasajeros transportados, la gente humilde de ese municipio habría seguido perdiendo esas 7 horas de su vida. Aunque parecer ser que, tristemente, hoy muchos de esos teleféricos no están funcionando.
Hasta pronto y gracias por su lectura.