La realidad de Latinoamérica en materia de seguridad vial es alarmante. Un día como hoy, en el que escribo esta columna, 315 personas habrán muerto por un siniestro vial. Ello quiere decir que cerca de 115.000 latinoamericanos fallecen anualmente en las vías de la región, y lo peor de ello: el 65% pertenece a grupos considerados vulnerables (peatones, ciclistas y motociclistas).
La pérdida de vidas humanas en los grupos etarios más jóvenes es la gran tragedia. Hoy los siniestros de tránsito son la primera causa de muerte en niños entre 5 y 14 años y la segunda para los jóvenes entre 15 y 29 años.
Y de las pérdidas económicas ni hablar. Estos accidentes representan entre el 1% y el 3% del PIB de varios países, esto es cerca de 500.000 millones de dólares.
Y aunque vale la pena reconocer que Latinoamérica viene teniendo avances en materia de políticas y ha despertado la inquietud por este problema de salud pública, una asignatura pendiente en su abordaje es la poca atención a la educación vial.
Y justamente quisiera detenerme en un punto específico de este tema que podría ayudar a salvar muchas vidas: hay que involucrar en la ecuación, la idoneidad de las personas para conducir. Hay que saber conducir.
Déjenme explicarlo así: una persona en Europa para poder conducir un automóvil debe cumplir con un examen teórico y otro práctico. Ambos son realizados por examinadores muy cualificados y con certificación estatal. Para hacer los exámenes se debe asistir obligatoriamente a una formación en una escuela de conducción oficialmente reconocida y un requisito primordial en el proceso es haber realizado como mínimo 12 horas de conducción especial (de noche, en carretera y en autopista).
En muchos países, luego de esa instrucción, el aprendiz debe presentar además un examen ante un inspector. Si el inspector considera que el conductor no aprendió a manejar bien, también podrá requerir al instructor y calificarlo por la calidad de lo enseñado. El tema como leen es verdaderamente exigente.
Caso contrario sucede en nuestra región. En nuestros países y ciudades somos particularmente laxos con estos procesos. Por ejemplo, en Colombia las pruebas en este asunto son muy superficiales e incluso los centros de enseñanza incumplen las normas.
El año pasado fue muy publicitada la sanción a 97 Centros de Enseñanza Automovilística (CEA), que representan el 15% de las escuelas de conducción de Colombia, por incumplir con las normas en la prestación del servicio. No tenían la licencia de funcionamiento vigente, ni la póliza de responsabilidad civil extra-contractual, entre otras irregularidades.
Pero lo peor de todo es que los aprendices fueron certificados sin haber asistido a todas las clases obligatorias; condujeron automóviles viejos y recibieron sus primeras clases no en una pista, sino en las calles, incumpliendo la normativa y poniendo en riesgo la seguridad de los peatones. Y ni hablar del caso de los motociclistas, para los que el proceso de instrucción y de certificación es aún más laxo.
Es ante esta realidad, que el conductor que sale a nuestras calles es inseguro para conducir, lo hace de forma muy lenta, se le apaga el carro en una loma, se distrae en los semáforos, no usa el cinturón de seguridad –que está comprobado reduce entre un 40 y un 60% el riesgo de muerte de los pasajeros en las sillas delanteras- y peor aún, no conoce ni aplica las señales ni las normas de tránsito. En Latinoamérica la escena también se repite todos los días.
En lo relativo las normas, en la región también hay un problema a la hora de hacerlas cumplir y de ser estrictos en las sanciones. En Europa, por ejemplo, existe el sistema de puntos en tu licencia de conducción. Si cometes varias infracciones pequeñas y repetidas te puedes quedar sin el pase seis meses, un año, o de por vida.
Alguna vez leí al presidente del BID, Luis Alberto Moreno, señalar que si en Latinoamérica se aplicaran y se hicieran cumplir las normas en materia de seguridad vial existentes en los países más desarrollados, se podría reducir hasta un 75% el número de fallecimientos y salvar las vidas de alrededor de 5.000 niños cada año por esta causa. Aquí hay entonces un imperativo para los gobiernos de nuestras ciudades.
Es claro que las ciudades se preocupan mucho en invertir en agentes de tránsito, tecnologías para el control de tráfico, renovación de las redes semafóricas, sistemas de fotodetección, asuntos muy necesarios sin duda. Pero las mayores inversiones deberían hacerse en campañas educativas y de cultura ciudadana, para tener conductores mejor formados y más conscientes de cumplir su papel de manera idónea en la vía.
Y adicional a ello, es imperativo crear todas las condiciones y conciencia institucional en los gobiernos locales para ser cada vez más estrictos en hacer cumplir las normas.
La combinación entre educación, cultura y fortalecimiento institucional, solo así, creo, podremos cumplir con el objetivo de Naciones Unidas de reducir en un 50% las víctimas causadas por siniestros viales para el 2020 en Latinoamérica.
Hasta pronto y gracias por su lectura.