El urbanismo tradicional ha favorecido los diseños «concéntricos» con un núcleo central rodeado de suburbios y de tierras para cultivables. Pero una investigadora estadounidense propone que las ciudades se planifiquen para ser “rugosas”. ¿En qué consiste este modelo y qué beneficios puede aportarle al medio ambiente de una ciudad e incluso a su seguridad alimentaria?
Durante dos siglos la teoría rectora del desarrollo urbano ha sostenido que las ciudades necesitan un núcleo central denso, con suburbios de baja densidad y tierras cultivables circulantes alrededor de ese centro. Este diseño urbano se conoce como concéntrico.
Pero recientemente Catherine Brinkley, médica veterinaria y profesora de Ecología Humana en la Universidad UC Davis de Estados Unidos, publicó una investigación en la que defiende que las ciudades deberían funcionar más como los arrecifes de coral: que se soporten en una diversidad de nichos, de pequeñas centralidades.
Esto de manera simple quiere decir que las ciudades deben mezclar zonas verdes y productivas ambientalmente con sectores urbanizados en un esquema “descentralizado”. En ecología y ciencias médicas, el término para una forma física con tal complejidad topográfica es “rugosidad”.
La teoría de la rugosidad del crecimiento urbano tiene antecedentes en algunas de las más modernas teorías de ecología espacial y de ecología del paisaje. La morfología de la ciudad en relación con sus ecosistemas circundantes viene siendo estudiada desde finales de la década de 1980.
Estos estudios de morfología urbana y ecología espacial explican cómo los organismos han desarrollado características físicas y de comportamiento para explotar la textura ambiental de su paisaje, de la misma manera que muchos de los recursos naturales han configurado el crecimiento y la forma de la ciudad. Es aquí donde el concepto de rugosidad puede ser útil para guiar el crecimiento urbano a fin de aprovechar mejor los servicios ecosistémicos locales.
Brinkley desafía así ese status quo de planificación concéntrica en su artículo «Ciudades de alta rugosidad: la patología geográfica, económica y reguladora de las áreas urbanas más no concéntricas de Estados Unidos». El texto fue publicado hace algunas semanas en la revista científica Land Use Policy.
Ciudades en forma de mano, no de círculos concéntricos
«Se puede lograr una mayor rugosidad maximizando la conexión urbana a través de la implementación de cinturones verdes, zonas verdes y corredores de hábitats con vida silvestre», explica Brinkley en su artículo.
La investigadora cita ejemplos como Portland (EE.UU.), Copenhague (Dinamarca) y en cierta medida, San Francisco (EE.UU). “A pesar de que San Francisco es una ciudad muy compacta, tiene el Golden Gate Park en el medio y rompe así el espacio urbano con espacios verdes”, explicó.
En su estudio, Brinkley observó 483 áreas urbanas en los Estados Unidos que también tenían tierras para el cultivo y espacios verdes a su alrededor. Varios de los lugares estudiados están dominados por grandes parques nacionales o estatales, lagos y corredores fluviales.
La única característica común entre los 30 principales condados de alta rugosidad que ella identificó -con estructuras de gobierno de planificación local o estatal disímiles- es que tenían la misma presión tanto para desarrollar viviendas como para tener tierras agrícolas productivas abundantes.
Además, muchos de los condados con las conexiones urbanas de mayor rugosidad se encuentran en las principales zonas productoras agrícolas de los Estados Unidos.
El concepto de ciudades en forma de mano no es nuevo. Quizás la mayor referencia es el Five Finger Plan, desarrollado en 1947 en Copenhague, a través del Urban Planning Laboratory en colaboración con varios urbanistas. Este plan de desarrollo urbano se centra tanto en las líneas metropolitanas de trenes como en los espacios verdes intermedios de la ciudad.
Una ciudad donde lo cultivado llegue más rápido al ciudadano
Brinkley une su concepto de ciudad rugosa con otro asunto que es objeto permanente de estudio para ella y algunos de sus colegas: los desiertos alimentarios (food deserts).
Los desiertos alimentarios son descritos como aquellas zonas geográficas en las que sus habitantes tienen poca o ninguna disponibilidad de alimentos saludables (especialmente frutas y verduras frescas), debido a la ausencia de tiendas de abarrotes a una distancia de viaje conveniente.
Para comprender mejor este fenómeno basta citar un informe dirigido por el Servicio de Investigaciones Económicas del Departamento de Agricultura de los Estados Unidos al Congreso de su país, en el que estima cómo cerca de 2.3 millones de personas (un 2.2 por ciento del total de hogares de los Estados Unidos) viven a más de una milla (1.6 km) de un supermercado y no tienen automóvil propio.
El transporte público con el que cuentan los habitantes de las zonas urbanas les puede ayudar a paliar las dificultades que imponen las distancias, sin embargo, en años recientes, todo se ha complejizado ya que distintas fuerzas económicas han empujado a las tiendas de abarrotes a salir de muchas ciudades, volviéndolas tan escasas y tan distantes entre sí, que muchas personas se ven obligadas a tomar varios autobuses o trenes para poder hacer sus compras.
“Tener granjas y tierras cultivadas más cerca de las ciudades genera más ganancias por hectárea porque se tienen mayores oportunidades de vender directamente a los vecinos en los centros de comercialización”, explicó Brinkley.
Brinkley ve su investigación también como una extensión del concepto de desarrollo de «uso mixto» desde el vecindario hasta una escala regional. También hay evidencia de cómo entrelazar la zona urbana y las tierras cultivables podría ayudar a disminuir el efecto de isla de calor urbana y mejorar la gestión de la escorrentía de aguas pluviales. Una isla de calor se refiere a un área metropolitana que es significativamente más cálida que las áreas rurales circundantes debido a las actividades humanas y la falta de vegetación.
En resumen, esta cualidad de ciudad rugosa permite disminuir los efectos del calentamiento global gracias a la disminución del efecto de isla de calor, la generación de corredores de biodiversidad, la promoción de la agricultura urbana, la producción y consumo de productos locales y el recorte de los tiempos de transporte de los alimentos gracias al fácil acceso a los mercados urbanos, lo que disminuye también la contaminación ambiental. Un modelo que bien vale la pena ser observado por las ciudades de América Latina y que tiene ciertas similitudes con el plan de biocorredores y espacios dulces del cantón de Curridabat en Costa Rica, que ya ha sido reconocido por varias entidades internacionales de planeación urbana como ONU Hábitat, como un modelo inspirador de la Nueva Agenda Urbana, que justamente promueve la conexión entre lo urbano y lo rural.