Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios; tiene asimismo derecho a los seguros en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez, vejez u otros casos de pérdida de sus medios de subsistencia por circunstancias independientes de su voluntad. [1]
El acceso a la vivienda es uno de los asuntos de mayor calado asociado a lo político y que se presenta como uno de los grandes retos sociales. Resulta paradójico que, si la vivienda es uno de los derechos universales de la humanidad, ésta sea al mismo tiempo uno de los grandes problemas de las sociedades contemporáneas.
La vivienda es morada, alojamiento y hogar. Sin embargo, el concepto entraña tanta complejidad por su relación con lo social, económico y político que no puede limitarse su conceptualización únicamente a su uso-función. En nuestra sociedad de consumo la vivienda se ha convertido en un producto, en detrimento de su valoración como derecho; una contradicción. La vivienda como objeto de consumo, como bien revalorizable y como inversión es el producto de una idiosincrasia definida a partir de lo social, lo político y económico que, a costa de suelo y especulación, ha transformado las dinámicas de producción y de rentabilidad.
Vivienda como producto
La vivienda como producto responde a una dinámica política y económica. Es el resultado de procesos legislativos y mercantiles que definen un modelo habitacional según ideologías y que se configura por tipologías socio-culturales (recordemos, por ejemplo, la tipología de vivienda en el período del “baby boom”, distribución y metros cuadrados para una familia tipo). El producto responde a un sistema dominado por lo financiero y basado en el crédito hipotecario; la vivienda es una necesidad básica convertida en un producto financiero.
La producción de viviendas se convirtió en sinónimo de actividad económica en las sucesivas burbujas inmobiliarias. Construir casas tenía implícito una doble intencionalidad, por un lado construir para compensar una demanda, y por otro lado, a partir de la demanda transformar el verdadero sentido de “vivienda” en producto de consumo; lo que para los entes financieros serviría para trascender la ética sobre un derecho. Por otro lado, el brazo político del urbanismo ha sido un elemento determinante en la construcción de este escenario tragicómico. La Ley del Suelo, a través de la mercantilización del suelo y de una intensa actividad económica sobre el territorio, ha sido artífice de los procesos especulativos que han impactado desde lo socioeconómico a lo ambiental.
En un modelo secuencial de clasificación y calificación del suelo realizado a partir de la legislación estatal del período 1990-92 y 1998 es posible constatar que, a través de los cambios en los usos del suelo y la presencia contundente del sector privado, se establecía un proceso especulativo generado a partir de una “teoría de mercado”, la cual suponía que “el crecimiento de la demanda y la incidencia del precio del suelo en los productos inmobiliarios se identificaban como causas principales del incremento del precio de la vivienda a un ritmo acelerado”. [2]
Según datos recogidos entre 1990-2012 se evidenció que, a pesar de que se construyó más vivienda para supuestamente frenar los altos costos del metro cuadrado, la vivienda se encareció. Además, con el estallido de la burbuja inmobiliaria y la consecuente caía de la construcción los precios de la vivienda no mostraron tendencia a la baja. En el espacio de dos décadas la construcción de viviendas superó la demanda real, puesto que el ritmo constructivo no acompasaba con el crecimiento de la población. Paradójicamente el precio de la vivienda se intentaba controlar con “políticas de desregularización de la práctica urbanística” a la vez que el marco legislativo hacía propicio el crecimiento acelerado.
Acceso a la vivienda en el modelo de sociedad fordista
La sociedad, desde la industrialización, ha sido la cuna de la producción y la productividad; hoy vivimos “el futuro visto como un producto más en una sociedad de productores”[3]. En este sentido, la vivienda también se ha convertido en un producto más en una sociedad de productores, dentro de un sistema que ha estructurado la vida laboral del ciudadano en base a un modelo estandarizado de lo que debe consumir y cómo debe hacerlo.
La vivienda como producto se define en un contexto en el que, se presupone, debe existir una masa de demandantes con capacidad de adquirirla. El sistema de acceso a la vivienda se ha reglamentado a partir de concepciones definidas por el pensamiento burgués y reforzado en la era fordista (el modelo productivo estándar, repetición y simplificación). Esto ha definido una estructura económica mercantilizada y monetizada que fomenta el endeudamiento a través del crédito a costa de un salario precario; en este contexto, el individuo que quiera acceder a la vivienda deberá comprometer su sueldo en un estimado del 55% en un plazo de 25 a 50 años. Estamos, desde la perspectiva del empleo, ante otra contradicción: el acceso a la vivienda depende del ingreso percibido por el trabajo a la vez que éste se constituye cada vez más inestable, precario y mal remunerado. Aun así, se mantiene la dinámica de estimular la compra y la construcción de viviendas difíciles de adquirir, bien por el elevado coste o por la insolvencia de quienes la demandan; una coyuntura en la que el Estado ha sido incapaz de generar las condiciones socio-económicas y legales adecuadas para garantizar y facilitar los medios que permitan el acceso a la vivienda.
Existen otros enfoques en los que se argumenta que el incentivo de compra promocionado durante la burbuja inmobiliaria se presentó como una situación que “ha tenido una incidencia positiva para la mayor parte de la sociedad”, puesto que un 85% de los hogares españoles son propietarios de su vivienda [4]. Este argumento pasa a ser el clásico eslogan que motiva a la población a adquirir una vivienda como un bien activo, como un producto que se revaloriza como parte de los bienes patrimoniales. Una dinámica relativa al sistema productivo en la que se interceptan también factores sociales y culturales.
Los medios para el acceso a la vivienda son dependientes del crédito hipotecario, de la inestabilidad del mercado laboral y de lo impredecible del sistema financiero, dinámica que configura un contexto en el que se hace necesario un modelo flexible para acceder a la vivienda. Esto nos sugiere replantear los conceptos de bien inmueble como inversión y la consideración de nuevas formas de renta, uso y ocupación de los bienes inmuebles de acuerdo a la diversidad y complejidad de las necesidades dadas por grupos sociales.
Alternativas para el acceso y uso de la vivienda
En oposición al modelo de compra y alquiler de la vivienda existen alternativas: modelos emergentes de cooperación que van asociados con las necesidades reales de los ciudadanos (muchos en situaciones al margen de la rueda económica). Es destacable que en la actual coyuntura socioeconómica surjan propuestas que se retoman del pasado, como la masovería: sistema reconocido en la ley 18/2007 y en la 4/2013, que consiste en pagar unos gastos mínimos por una vivienda a cambio de reformarla. Si bien ésta fórmula no pretende establecerse de forma generalizada (ciertamente es una opción más), sí que tiene incidencia en la modificación del patrón convencional de acceso a la vivienda que sostiene el sistema inmobiliario. Propone además, que es factible poner en marcha nuevos modelos para el acceso y uso de la vivienda, con una perspectiva que integre el concepto de lo común y con la inclusión ciudadana de forma activa considerando la diversidad social.
Una renovación conceptual sobre acceso y uso de la vivienda se entiende como la inclusión de otras formas de habitar que flexibilicen la estructura de un mercado inmobiliario rígido y monopolizado; alternativas dentro de un marco legal que permitan al ciudadano elegir cómo quiere acceder a una vivienda y cómo quiere habitarla, según su situación laboral, familiar o su capacidad de aporte.
La diversidad socio-cultural es un aspecto determinante en la que se deben fundamentar criterios legislativos, urbanísticos y arquitectónicos en relación a la vivienda, y como factores esenciales también son los relativos a usos, densidades, concentración, intensidad y movilidad. Entender que la sociedad está compuesta por diferencias generacionales, culturales y ocupacionales nos acerca a una de las características del problema del acceso a la vivienda: la estandarización de las necesidades.
Un aspecto interesante a considerar en la producción de la vivienda y su tipología es referente a la estandarización, fenómeno que pone de manifiesto nuevamente que la vivienda se considera como un producto con una fuerte carga ideológica. En este sentido, observamos que el diseño de la tipología de vivienda y su mercantilización se ha elaborado en función de una imagen socio-cultural predefinida por un modelo ejemplar según núcleo familiar y clase social. Es decir, la familia tipo: un modelo rígido y estático que se contrapone a lo que realmente define la sociedad contemporánea, su “liquidez”, inestabilidad y heterogeneidad.
Se entiende que el acceso a la vivienda es un asunto que comprende múltiples frentes, pero en el proceso de búsqueda de soluciones y alternativas se debe considerar también la diversidad y complejidad socio-cultural como un elemento determinante en la definición de nuevos modelos de adquisición y uso. Además, también es fundamental que desde la arquitectura se redefinan las tipologías de vivienda que se han pregonado como estándares desde la formación de la ciudad burguesa, desde el advenimiento del baby boom y de la sociedad fordista, modelos que están caducados.
La arquitectura tiene un compromiso con el espacio para adecuarlo a las necesidades cambiantes de la sociedad; necesidades reales y objetivas. Por otro lado, la práctica insostenible de especulación sobre el territorio que se ampara en la construcción de vivienda es también un modelo caduco, sobre todo considerando las posibilidades que ofrece el parque inmobiliario existente. Reformar y rehabilitar antes que construir, es una propuesta sostenible que conduce necesariamente a redefinir la práctica constructiva desde la arquitectura y contra el monopolio de la construcción especulativa.
Si para David Harvey el derecho a la ciudad parte del impulso común de querer transformar la ciudad en función de nuestros deseos [5], podemos extrapolar ésta premisa a la lucha por el derecho a la vivienda; que no es más que el impulso de querer modificar las reglas del juego para hacer visibles otras realidades, para hacer factible alternativas que se adapten a las necesidades y posibilidades de los distintos grupos sociales.
Sabrina Gaudino Di Meo | @gaudi_no
*Este artículo fue publicado anteriormente por la autora en: http://www.laciudadviva.org/blogs/?p=29930
Notas:
1. Derecho Universal a una vivienda. En Declaración Universal de los Derechos Humanos, artículo 25, apartado 1.
2. Lois González, R. González Pérez, J.M. y Escudero Gómez, L.A. (2012). Los espacios urbanos. El estudio geográfico de la ciudad y la urbanización. (p. 324) Madrid: Editorial Biblioteca Nueva.
3. Bauman, Zigmunt (2000). Modernidad líquida. (p.140). México: Fondo de cultura económica.
4. Vinuesa Angulo, J. De la Riva, J.M. & Palacios, A. El fenómeno de las viviendas desocupadas. Ministerio de Vivienda. FUAM. Madrid.
5. Harvey, David. (2012). Ciudades rebeldes. Del derecho a la ciudad a la revolución urbana. (p. 20). Madrid: Ediciones Akal, S.A.