El Mapa de Vida es un proyecto liderado por el colectivo ciudadano Casa de las Estrategias, con el que se pretende que las personas que hayan perdido un ser querido por la violencia homicida puedan documentar la manera cómo esa persona murió, pero sobre todo, la manera cómo dio vida a muchas otras personas. Un ejemplo de activismo y compromiso contra la violencia en una ciudad, que a pesar de sus avances, es aún frágil.
Una ciudad que ha tenido una violencia tan profunda aún tiene que sanar muchas heridas. Heridas dispersas en distintos puntos de su geografía, de sus calles, de sus hogares. Están dispersas en el llanto aún de una madre que no se sobrepone a la pérdida de su hijo; en la nostalgia de un hombre que recuerda a su amigo de adolescencia asesinado; en el dolor callado de una esposa que perdió a su marido ejerciendo su trabajo como policía. Y esos dolores juntos suman, sin darnos cuenta, una sociedad quebrada, que a pesar de su resiliencia, mantiene en lo profundo una pena irresoluta.
La ciudad de la que hablamos se llama Medellín. Y sí, hay que advertir que de alguna forma ha sido una ciudad milagro. Porque pasar de 6.349 homicidios en 1991 a 496 en 2015 (el último año con la cifra más baja de la historia reciente), implica un esfuerzo notable de toda su sociedad civil, de sus organizaciones y de su institucionalidad. Pero la pena continúa porque no ha sido capaz de dar el último paso para erradicar la violencia homicida y respetar la vida de forma absoluta. Es por ello que un colectivo ciudadano se ha tomado a la tarea de elaborar lo que podría definirse como la cartografía del dolor, pero sobre todo de la esperanza, y así llamar la atención sobre los homicidios y sobre la necesidad de solidarizarnos con el Otro en su dolor. Con ese propósito crearon el Mapa de Vida.
“El Mapa de Vida es fruto de la inteligencia colectiva”, afirma lleno de emoción Lucas Jaramillo, director del colectivo Casa de la Estrategias, una organización asentada en la Comuna 13 de Medellín y que lidera este proyecto. Nació de una conversación con hackactivistas y de uno de ellos en particular, Federico López, quien argumentó que era necesario bajar la reflexión de las personas asesinadas a una narración de toda la vida que dio esa persona a otros. “No preguntes por qué lo mataron sino por qué vivió esa persona”, sentenció Federico y detonó la idea.
Y así funciona el Mapa de Vida. En él, toda persona que haya perdido un ser querido por la violencia homicida, puede ubicar con un punto rojo su dolor (que representa el lugar del asesinato), pero puede poner además cientos de puntos verdes con recuerdos y fotografías que muestren los cientos de momentos que esa persona le brindó y también le brindó a otros, “todo lo que esa persona nos ayudó y nos enseñó a vivir, porque esa persona fue vida”, explica Jaramillo. Ello lleva implícito un mensaje profundo y poderoso. Deja claro que nuestra vida no tiene sentido sin el Otro.
Las primeras personas que han usado el Mapa de Vida les han demostrado a sus creadores que no es un mero trabajo forense sino todo lo contrario, una experiencia sanadora, porque marcar el punto rojo, pero sobre todo poner los verdes, empezó a llenar de vida a las personas, ayudó a exorcizar el dolor, a reconciliarse con la vida misma.
Y como el ejemplo empieza por casa, Lucas ha llenado también el Mapa de Vida. En la adolescencia un amigo entrañable fue asesinado y recordando momentos y experiencias para llenar los puntos verdes, se dio cuenta que no había vuelto a saber nada del resto de amigos de la época, porque quien murió era el ancla de todos. Eso lo llevó a reflexionar que el Mapa tiene otra utilidad: “Yo quisiera que cuando los medios nos ayuden a visibilizar el Mapa de Vida, esos otros 10 amigos de Ronald nos ayuden a unir los puntos verdes. Mínimo serán 70 puntos verdes. Es un mapa de la ciudad que vivimos, que odiamos tanto pero que amamos en esos 70 puntos verdes”, señala.
El mapa pone también en escena un asunto incomprendido y que genera polémica en la difícil pedagogía del respeto por la vida. “Lo que tenemos que seguir protegiendo al ponerle rostro a la víctima de homicidio, es que esa persona – y eso hay que empezar a hablarlo sin pelos en la lengua-, hasta el sicario, le daba vida a alguien…porque que haya policías o soldados asesinados es terrible, pero que también haya ladrones y sicarios asesinados es una descomposición de la sociedad a la que no le podemos dar ni un milímetro de razón. Ellos también eran el ser amado de alguien”, dice Lucas Jaramillo.
Y para que no queden dudas de la convicción que este colectivo ciudadano tiene sobre cómo nada justifica el homicidio, Lucas expresa sin vacilaciones que “en Medellín creemos que hay gente que nos sobra, que hay personas de primera, segunda o tercera categoría. Tenemos que construir una ciudad donde nadie nos puede sobrar. Entender que un chico de 16 años que está dedicado al sicariato en Medellín es necesario, no nos sobra. Claro, no es necesario su rol de sicario, pero ese muchacho que se levanta un sábado después de una rumba de tres días a cepillarle el cabello a su sobrinita es necesario. Es un muy buen cepillador de pelo de su sobrina. Eso también es él.”