Poco antes que estallara la crisis mundial generada por la COVID-19, en el Consumers Electronics Show 2020 (CES), Akio Toyoda, presidente del gigante automotriz Toyota, reveló sus planes de construir la “ciudad del futuro” cerca del místico Monte Fuji, en un área de aproximadamente 70 hectáreas, donde se encuentra una de sus fábricas en proceso de cierre. La iniciativa se llama “Woven City,” en honor a los comienzos de esta empresa como fabricante de telares. Toyota, que se ha rebautizado como una compañía global de movilidad, pretende crear un modelo de urbe inteligente y sostenible, para convertirla en un laboratorio viviente en la que se experimentarán las más sofisticadas tecnologías, desde vehículos autónomos hasta robots e inteligencia artificial.
El plan de Toyota expuesto en la conferencia explicaba el comienzo de la construcción del prototipo que albergaría inicialmente a 2 000 personas, la mayoría empleados de la empresa e investigadores visitantes, socios corporativos y parejas retiradas. Su diseño le fue encomendado a Bjarke Ingels, el arquitecto cuya firma estuvo detrás de la concepción de una de las nuevas torres en la zona cero de Nueva York y las oficinas de Google en Silicon Valley y Londres. Toyoda vaticinó en CES que “Woven City” será totalmente sostenible, con edificios construidos de madera para minimizar la huella de carbono y con techos de paneles fotovoltaicos para capturar energía solar. Es decir, será una ciudad capaz de reducir significativamente las emisiones de carbono de sus vehículos y edificios, utilizando materiales reciclables e internet en casi todos los aspectos de la vida cotidiana. Entonces, ¿será posible que “Woven City” se convierta en una plataforma colaborativa para remediar los males que aquejan a las ciudades del planeta?
En retrospectiva, las ciudades se desarrollaron de forma accidental y orgánica. Su localización debía garantizar la prosperidad de sus pobladores o, al menos, de quienes detentaban su poder. Salvo notables excepciones de planificación, tales como Alejandría en Egipto o la París de Haussmann, las urbes se emplazaban en lugares defendibles, en las cercanías de recursos naturales, al margen de cursos de agua navegables, o en la confluencia de rutas de transporte. Lo que sucedería después era ad hoc, casi orgánico. Sus infraestructuras y estructuras se expandirían como una telaraña de obras atomizadas. Su progreso dependería más de lo circunstancial que de lo racional, en donde lo nuevo se impondría sobre lo antiguo, transformando la identidad urbana y los lazos con el pasado.
En el último siglo, esta tendencia dio un importante giro. Las ciudades comenzaron paulatinamente a desarrollarse con propósito. Un incipiente ejemplo fue el establecimiento de las primeras regulaciones de zonificación para Nueva York en 1916, donde su crecimiento trató de organizarse por comisión, más que por omisión, aunque no siempre con los resultados esperados. Notables arquitectos dieron luz a fascinantes ideas, como “la Ciudad Radiante” de Le Corbusier, que influenciaron la planificación urbanística de postguerra, a pesar de que su legado es aún controversial.
En los años de 1920, el industrialista Henry Ford fracasó al intentar trasplantar la “ciudad perfecta americana”, denominada Fordlandia, en el corazón de la Amazonia brasileña durante la época de oro del caucho. En Brasil, también se llevó a cabo la ostentosa experimentación que conocemos como Brasilia, inaugurada en 1960 y concebida como una metrópolis modelo por Lucio Costa y Oscar Niemeyer. Fue construida artificialmente desde su incepción y nunca dejó de estar exenta de agitadas polémicas. Su diseño monumental obedeció a la distinción forzada de funciones, con extensos espacios vacíos y anchas avenidas que priorizaron al automóvil sobre las personas.
Existen innumerables quimeras urbanas en la historia de la humanidad que, en su mayoría, terminaron en fracasos, contramarchas, o simplemente en el olvido. A pesar de ello, los seres humanos nunca cesamos de soñar con la ciudad ideal. Un ejemplo actual es Songdo, en Corea del Sur, la primera smart city del mundo. Sus planificadores la concibieron como una urbe tecnológica, limpia y verde, diferente de la caótica Seúl. Albergaría inicialmente a 300.000 personas, pero actualmente sólo tiene 70.000 habitantes.
En su libro “The Smart Enough City”, el investigador Ben Green critica la visión sesgada de ciertas corporaciones que ven en la tecnología la solución para todos los desafíos de las ciudades. A pesar de ello, esto no ha impedido que gigantes como Alphabet Inc., Facebook y Apple estén planeando o hayan comenzado a construir sus propias comunidades high-tech. Incluso Akon, el famoso rapero convertido en empresario, tiene aspiraciones de crear una ciudad inteligente en Senegal basada en blockchain.
Volviendo a “Woven City,” Toyoda expresó que esta iniciativa era uno de sus más preciados sueños personales. Hoy, sin embargo, frente a los nuevos desafíos que nos plantea la COVID-19 y las adversidades que se nos avecinan: ¿podrá Toyoda convertir su utopía tecnológica en una realidad o pasará a ser parte de la extensa lista de pesadillas urbanas? Como siempre, el tiempo nos tiene reservada la respuesta.