Por Lukas Jaramillo
En Medellín los jóvenes saben más de protocolos de velorios que de protocolos para exámenes de universidad. Entierran un amigo antes de la primera novia. Plomo frío que rompe la piel tibia, asfalto que recibe al ser amado luego de preguntar nada, porque aquí no preguntamos qué pasó, aquí decimos «jueputa, me mataron».
Demasiado conocimiento. Sabemos distinguir el ruido de bala; vimos el primer muerto a los 11, enterramos un amigo a los 13 y nos encañonaron por primera vez a los 15. Hemos cruzado la página tantas veces que ya la tinta está desteñida.
A Miguel Ángel Marín lo pude entender como a un hombre -desde hace mucho dejó de ser un niño para mí-: su fuerza y especie de sabiduría -finalmente-, su nítida ficción hecha de chaqueta y mucha actitud me hizo olvidar su menudo cuerpo y asumir completos sus 17, 18, 19 años y su reivindicación como el que “frentea al corte” y compañero. Quisiera entender mejor en qué momento me empezó a creer o a tener confianza, me da un poco de pudor, pero es verdad, casi siempre ha sido igual, me empezó a querer él primero a mí que yo a él: uno nunca deja de sentir un poco que no se tiene suficiente tiempo y hay que cumplir la tarea. La relación había llegado a otro punto hace seis meses y yo me lamento que al principio cuando hacía algarabía -cuando me veía- sentía un poco de desconfianza, eran ya varios años de encuentros con algún tipo de camellete en el que yo había asumido un poco el rostro de la exigencia.
Lo bonito es que en los últimos meses yo confiaba mucho en él, le creía y le podía decir con igual alegría que con la que él me miraba, “todo va a salir bien: lo único que tienes que hacer es habitar tu vida, y todo va a salir bien».
“¿Por qué cucho?”
“¿Por qué qué?”
“Pues, ¿usted por qué está tan seguro?”
“Porque vos sos una chimba”
Luego venía su sonrisa electrocutada con todo el cuerpo. Recuerdo su intenso represent; también las complicidades con su romance bajo la mirada del Brujo de Otraparte -después de mostrarle su poética en el rap a Lucía Estrada-; nuestras conversaciones sobre el porqué de los combos, skaters y arte urbano. Tengo tatuados un par de piropos que me dio y un sueño que me conversó con alegría donde se miraba en un espejo y aparecía mi rostro: eran cosas de muchachos, eran cosas de amigos, los dos jugábamos a cambiarnos la edad y él por esos días quería mi barba, se la quedé debiendo, me hubiera gustado mucho que llegara a tenerla. Hay algo que no dejo de sentir y soñar en la relación que hay entre un pelo que crece -como yerba- y el cuidado, la vida y su curso.
“Sabe qué cucho, tuve un sueño vívido, un sueño muy consciente, ¿sí me entiende? ¿Usted qué edad tiene?”
“Yo tengo 35, pero me ponen 34”
“Yo soñé que tenía la edad suya, digamos más bien 40, y a mí no me sale ni un pelo, pero tenía chimba de barba”
“La barba es chimba e importante en el mar”
“¿Por qué?”
“Porque los piratas usaban la barba para guardar el olor de distintas corrientes marinas”
“En ese sueño yo me miraba en un espejo y tenía la misma edad suya y me parecía mucho a usted. ¿Sabe qué cucho?, gracias, porque yo he aprendido muchas cosas de usted y lo quiero mucho”
“¿Y qué has aprendido de mí, Migue?”
“Es que usted es el más punkero y más anarquista de todos, no importa que tenga corbata”
“Pero yo hace rato no me pongo corbata… también te quiero mucho”
Hoy pienso en sus gafas, me gustaría verlas o tomarlas; esas gafas que se quebraron en la caída de un cuerpo amado, ya sin vida. Que universo ese muchacho: ropa grande y abullonada, flaco y bajo, crespos, gafas, patineta y una boca que nunca se quedó callada.
Cada mueble de Morada, cada esquina, su piso y su techo, será de él o lo haremos dueño para que el dolor encuentre un poco de vida y de creación. Cada calle de esta ciudad que hizo sonar con su patineta raspando será de él, cada cosa que vio y a la que le cantó también llevará su nombre.
El vacío desgarrador que escarba y escarba en los que lo conocimos (pero en otros que en mí); ese hueco que no se llena con nada. No se le puede creer a los que dicen que es cuestión de tiempo, el tiempo solo enseña a disimular o cura lo que no tiene importancia, lo demás es inmune, la máxima tragedia detiene el tiempo.
¿Qué dolor debería de albergar toda la gente de esta ciudad que no lo conoció? La pregunta es una tarea larga, sobre la que no podemos tener histeria o superioridad moral, pero nos recuerda algo muy importante, cada placer tiene una contracara de dolor o un riesgo, afortunados nosotros por conocerlo y pobre de los que se perdieron de esa persona, de esa huella en varias almas. Hablamos también del costo de amar.
Ahora de verdad ya Migue está por encima de todo -como insistía en su tabla-; ingrávido, sin ninguna consecuencia para el delirio.
Nos quedamos con la riqueza de su recuerdo que siempre hará también las veces de dolor. Faltará, pero se diluirá en nosotros -una vez más- uno mejor que nosotros.