Durante el Mundial de Fútbol, los hinchas toman los bares y restaurantes de América Latina acompañando cada gol de su selección nacional con cánticos, gritos y abrazos eufóricos. El deporte desata la celebración grupal y la alegría colectiva que se produce cuando el grupo sobresale. Los triunfos forjan vínculos hasta entre extraños y son un potente pegamento social.
Pero este fenómeno no se limita a cuando vemos deportes. Puede incluso ser más poderoso cuando los practicamos. Es parte de lo que hace que el deporte sea tan importante para los niños. El deporte no solo genera camaradería, sino que puede aumentar la confianza social y potenciar las habilidades socioemocionales, incluyendo la capacidad de controlar las emociones y mostrar empatía hacia los demás. Todo esto fortalece las redes de relaciones, lo que los economistas denominan el capital social.
Así se produce un círculo virtuoso. Un alto capital social tiende a reducir la delincuencia. Eso evita gastos en su erradicación y libera recursos públicos para fines más productivos. Además, aumenta la disposición de la gente a tener confianza en el uso de los recursos públicos y aportar a la bolsa común mediante el pago de sus impuestos, lo cual contribuye a la acumulación de capital a largo plazo.
Los peligros de los programas deportivos no estructurados para el desarrollo
Pero ninguna de estas consecuencias es inevitable. Lograr que los niños participen en deportes para que puedan disfrutarlos durante toda su vida requiere buenos programas deportivos. Y así como el éxito en el terreno de juego depende de la adecuada alineación de jugadores, la disciplina y la estrategia, el éxito de los programas deportivos depende de su diseño.
En Suecia, por ejemplo, se construyeron centros de recreación en la década de 1960 para dar a los niños una alternativa a las actividades antisociales. Los centros ofrecían opciones desde deportes como baloncesto y ping-pong a actividades más pasivas como televisión y videojuegos. Pero no ofrecían actividades estructuradas. No exigían que los niños participasen en ningún tipo de juego o pasatiempo en particular, no se centraban en el desarrollo de habilidades ni solían contar con la presencia de un adulto o pedir opiniones sobre su eficacia.
Como resultado, un estudio muestra que los programas no solo no fomentaron las habilidades socioemocionales, sino que en realidad estimularon comportamientos nocivos al exponer a los niños a compañeros mayores que sacaban malas notas en la escuela, se quedaban hasta muy tarde fuera de casa y tenían problemas con la policía. De hecho, los niños que participaron en actividades de ocio y deportes estructurados, bajo la supervisión de un adulto, mostraron tasas inferiores de comportamiento antisocial. Aquellos que participaron en actividades no estructuradas, como las de los centros de recreación, registraron mayor incidencia de robos, peleas y ausentismo escolar.
La intensidad de la participación también es un factor importante. Un estudio en 30 países, en su mayoría europeos, demostró que la actividad deportiva moderada podría aumentar el riesgo de consumo de drogas y alcohol entre los niños. Pero una participación más intensa de tres a cuatro horas de deporte al día, lleva a bajos niveles de riesgo, con niños que buscan con dedicación mejorar sus proezas deportivas.
La evaluación y el diseño son clave en los programas deportivos exitosos
El reto está entonces en diseñar proyectos que tengan en cuenta estos factores y sean eficaces. Eso significa diseñar programas que puedan ser evaluados, evaluar mejor aquellos que ya se han implementado, y apoyar aquellos en los que hay consenso en cuanto a su eficacia. Esto significa comenzar con proyectos pequeños, y, una vez los programas hayan demostrado que valen la pena, entonces sí ampliarlos.
También es fundamental aprovechar las técnicas modernas de comunicación mediática y el nudging (dar pequeños empujones). Eso puede implicar desde campañas en televisión, radio y periódicos a mensajes en internet y en centros comunitarios y lugares de trabajo hasta la creación de clubes de senderismo y grupos deportivos, apoyados por recordatorios telefónicos y un sistema de compañerismo para movilizar a las personas. Y, por supuesto, todos estos esfuerzos son mucho más sencillos cuando las ciudades son diseñadas para promover el ejercicio físico; cuando hay gran cantidad de vías peatonales, carriles para bicicletas, parques e instalaciones para hacer ejercicio que permiten a las personas reunirse y disfrutar tanto del ejercicio físico, para su propio bien, como del vínculo comunitario que este genera.
El deporte y el fortalecimiento de los vínculos sociales
A fin de cuentas, el ejercicio y el deporte no solo se traducirán en una condición física más sana, con menos enfermedades físicas y mentales. Asimismo, fortalecen las conexiones sociales y crean sociedades más cohesionadas y resilientes. Cuando observamos los abrazos y la euforia de una selección de la Copa Mundo tras un esfuerzo colectivo que conduce a un deslumbrante gol, nos identificamos con ella. No solo porque deseamos que nuestra selección gane, sino porque reconocemos en ella versiones menores de nuestros propios triunfos colectivos, ya sea en la cancha de fútbol, en el gimnasio local o en la colina del parque local que hemos escalado con nuestro grupo de senderismo a pesar de sus empinadas laderas. Todos podemos disfrutar esas alegrías. Y cuanto antes consigamos que los niños participen en programas deportivos, más probable será que logren disfrutarlos durante toda su vida. La clave estaría en diseñar buenos programas, asegurándonos de que funcionen para luego ampliarlos. De esa forma podemos garantizar que los niños tengan la oportunidad, antes de que adopten hábitos sedentarios, de descubrir la verdadera importancia del deporte.
Columna publicada originalmente en Blogs del BID