El periodista salvadoreño, Oscar Martínez, recibió ayer martes en la Universidad de Columbia (En Nueva York), el premio María Moors Cabot, por su compromiso profesional y ético con el periodismo independiente. LA Network conversó con él sobre la violencia que asfixia a su país y a su capital San Salvador.
Narrar la violencia que abruma la vida cotidiana en un territorio, puede significar el más jugoso negocio para un medio de prensa. Para ello solo se requieren dos herramientas que abundan: sensacionalismo e impiedad.
Pero narrar la violencia también puede hacerse desde una postura ética e independiente, cimentada en una estructura de periodismo investigativo y de profundidad, que se esmera por ser confiable y transparente al abordar, además de la violencia, temas cruciales como corrupción, crimen organizado, migración, cultura, desigualdad, impunidad y derechos humanos, “tanto fiscalizando las instancias estatales como las diferentes esferas económicas y sociales”.
De esto último es ejemplo un medio independiente en Latinoamérica, El Faro (elfaro.net), un proyecto periodístico que nació en mayo de 1998 en San Salvador, ganador en 2016 del Reconocimiento a la Excelencia Periodística de la Fundación Gabriel García Márquez para un Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI).
En la gestación, superación de penurias y consolidación de El Faro ha sido alma y nervio el joven periodista Óscar Martínez, quien por la autoría de trabajos ejemplares como ‘Los coyotes domados’, ‘La Policía masacró en la finca San Blas’, ‘Asesinaron al Niño de Hollywood (y todos sabíamos que eso ocurriría)’ y ‘La Bestia’, entre otros, mereció el Premio Moors Cabot a la Libertad de Prensa.
LA Network ofrece a la audiencia las apreciaciones de Oscar Martínez sobre la espiral de violencia que hoy sitúa a El Salvador como el país con la mayor tasa de homicidios en el mundo.
—En ese continuo escarbar en la realidad de tu país, ¿qué has encontrado sobre la primacía irracional de la violencia?
—Mira, yo creo que una de las razones principales por las que El Salvador es un país violento es que, a parte de una guerra que nos marcó y que nos dividió como sociedad, los acuerdos de paz no supieron hacerlos ni ejecutarlos. Dejaron abandonada a un montón de gente de la población. El Salvador construyó una paz muy desigual y débil, que incluyó a los dos grandes sectores que comandaron la guerra, pero nadie pensó en los que vivieron la guerra sin combatirla, como, por ejemplo, los que en ese entonces eran niños. En el desarrollo equivocado del proceso solo se escuchó a quienes hicieron la guerra, no a quienes la padecieron. Es que la paz no se puede hacer como se hace la guerra. Tengo la convicción de que en El Salvador, a diferencia de como se está haciendo en Colombia, la paz fue un papel que firmaron unos señores y nunca un proceso pensado sobre cómo había que actuar después de firmar esos papeles.
—El Salvador es ejemplo de una paradoja que expresan ustedes mismos: “tenemos una paz muy violenta”.
—Efectivamente, en El Salvador nosotros entramos a una posguerra muy violenta. La paz salvadoreña ha sido muy violenta. De hecho, hemos tenido años como el 2015 que en números magros fue más violento que nuestra propia guerra, con una tasa de 103 homicidios, es decir que uno de cada 972 salvadoreños fue asesinado. También fueron asesinados 63 policías y 20 militares, la mayoría de ellos cuando no estaban en horas laborables.
—Pero, ¿por qué no se ha encontrado un antídoto?
—Eso pasa porque en El Salvador sigue existiendo un factor causante de violencia: hay un sector de la población, completamente marginado y olvidado, que no se tiene en cuenta para tomar decisiones. Ese estrato es el que más sufre la violencia inclemente de las pandillas. Es un estrato por el que muy pocos actores de poder se preocupan. O sea que esa es una de las grandes razones por las que en El Salvador la desigualdad es una generadora de violencia constante. Por otro lado, está comprobado que la policía se involucró en una vorágine de respuesta a las pandillas que los atacaban. Y por eso empezaron a ocurrir masacres policiales de pandilleros y de no pandilleros que habían estado bajo arresto. Por eso afirmo que El Salvador entró en algo que se parece, no a un Estado conteniendo un problema de seguridad pública, sino más bien a una guerra entre agentes criminales y la parte armada del Estado.
—En otras palabras, otra guerra.
—Los nuevos conceptos académicos hablan de las nuevas guerras, queriendo significar que los conflictos sociales de ahora no se parecen a los del pasado y advirtiendo que no pueden verse solo como un problema de seguridad pública que se soluciona solo con policías y a garrotazos y balazos. Hoy las bandas criminales lo han afectado todo, han modificado el tejido social no únicamente en El Salvador o en Centroamérica. En Latinoamérica estamos ante un nuevo tipo de guerra.
—Algo que tienen muy claro en El Faro.
—Eso es algo que en la cobertura de Sala Negra de El Faro está muy claro.
—Por darle prioridad a la violencia, ¿de qué se ha olvidado el periodismo?
—Una de las grandes deudas que en términos generales tiene el periodismo es hablar de los poderosos. Cubrir la violencia y la marginalidad es necesario, pero hay que explicar también el porqué de las actuaciones de los poderosos que suelen ser fuentes mucho más inaccesibles. A ellos, que son actores y que mueven los hilos en las cúpulas políticas y económicas, y que además no siempre están expuestos, el periodismo responsable e independiente los tiene que identificar. Contar las actuaciones que en contra de la sociedad realizan los poderosos, es una deuda del periodismo de la que no estamos exentos en El Faro.
—¿Cómo han logrado erradicar en El Faro la vanidad y el protagonismo individual tan comunes en el periodismo nuestro?
—Es que nunca nadie de los que estamos en El Faro entró con la vocación de convertirse en estrella. A ninguno lo he visto entrar al periódico con ganas de que le aplaudan en una tarima. De hecho, mucha gente entró a El Foro con el conocimiento de que eso le iba a generar problemas en su vida, o a generar acoso de las autoridades o cosas así. Ahora, como nunca en el punto de origen de El Faro estuvo figurar, no sé explicar cuál es el proceso para que el periodismo se quite eso de encima.
—Al ritmo que va su carrera profesional, terminará por ganarse usted todos los premios de periodismo en el mundo. ¿Qué significa un premio?
—Para mí los premios significan, en primer lugar, una gran alegría por una razón que no es la de ir a celebrar o parrandear por la noche, que no debe ser el objetivo, sino porque los premios te dan un megáfono más poderoso. Y, darte un megáfono más poderoso, es permite que las historias sobre personas que tienen vidas muy jodidas o sobre victimarios que cometieron actos muy brutales, sean más escuchadas. Todo periodista tiene que pretender llegar a grandes públicos de una manera ética, no vendiendo pornografía ni mediante una fotografía de Britney Spears desnuda. En segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, los premios significan una gran responsabilidad. Es decir, la responsabilidad de que cualquier error que cometas, cualquier acto de bajar la guardia con el método, o con la comprobación periodística, o con el desarrollo de buenos materiales, va a convertirse en un error cada vez más notable.