Un grupo de teatro callejero tuvo un ambicioso sueño: hacer del arte una herramienta de transformación social y un proyecto profesional de vida.
Por Mirelis Morales desde Lima
Una caja de zapatos atesoraba sus anhelos de crecer. Lo mucho o poco que recaudaban en sus funciones de teatro callejero lo guardaban celosamente y de ahí sacaban lo necesario para su próxima presentación. Eran tan solo tres artistas, que no llegaban a cumplir los 30 años. Sin recursos, sin apoyo. Pero con la convicción de que el arte podría influir en el desarrollo de la sociedad peruana, que a principios de los ochenta estaba sumida en un conflicto armado. En ese contexto, lo suyo parecía una locura. Una Tarumba, como leyeron en el prólogo de una obra de Federico García Lorca. Pero fue el comienzo de algo grande.
“Éramos tres payasos que no teníamos mayor capital que nuestras ganas de hacer las cosas bien y lo hacíamos por la necesidad de darle algo a la gente”, recuerda Fernando Zevallos, director fundador de La Tarumba. En ese entonces, se movían por los barrios de Lima en un viejo escarabajo Volkswagen de Estela Paredes, fundadora y actual directora de Gestión y Desarrollo. Llegaban a poblados llenos de miedo por el terrorismo e instalaban su espectáculo para disipar sus angustias con risas. Así fueron enseñando a los niños y a los adultos a que el mundo podía verse de otra manera desde unos zancos o una cuerda floja.
Era 1984 cuando La Tarumba comenzó a dictar talleres en los sectores menos favorecidos de Perú. Dos años después, sus miembros decidieron legalizar el compromiso que habían asumido en el bar Juanito de Barranco, el barrio bohemio de Lima. “Ello no era una necesidad de las organizaciones sociales del Perú de aquel momento”, comenta la Directora. “Pero el hecho de organizarnos hizo que se instalara en nosotros el propósito de ser autosostenibles, de perdurar en el tiempo y de crear una propuesta artística pedagógica propia, a través del teatro, el circo y la música”, agrega.
Zevallos tenía dominio de la percusión. Era un maestro de los malabares y del equilibrismo. Estela, en cambio, tocaba el saxofón y el acordeón. También hacía de malabarista y entrenaba perros para su número. Ninguno sabía de temas administrativos o empresariales. Se movían por pura intuición. “No teníamos conocimiento de gestión. ¡Éramos artistas! Artistas en la peor época del Perú”, expresa Paredes. “Pero como actores sabíamos observar, como músicos teníamos la capacidad a escuchar, de establecer un diálogo. Y eso nos ayudó a mirar al otro desde su manera de negociar, a buscar alianzas y a unirnos con nuevos actores”.
Así consiguieron sumar su causa a la cooperación internacional. Por seis años, recibieron financiamiento para su acción social. Aquel dinero lo invertían en materiales para los talleres, en movilidad y en las necesidades de la comunidad. Sin embargo, esos recursos no pagaban los sueldos. Entonces, comenzaron con las giras fuera del Perú, las temporadas de teatro y esa actividad les dio un respiro. “Eso nos permitió vivir tranquilos. Claro, nosotros mismos nos proveíamos de todo. Incluso, dibujamos nuestros afiches y le sacábamos copias en blanco y negro para ahorrar costos”, cuenta Paredes.
Confiar y hacerse confiable
La década de los noventa le trajo a La Tarumba sus primeros frutos. Llevaron su espectáculo por primera vez a Europa. Una gira que resultó tan exitosa y rentable, que les permitió invertir en una casona en el distrito de Miraflores para instalar su escuela. La estructura requería de mucha remodelación. De manera que ellos mismos se encargaron de pintar y hacer las refacciones. “Si algo tenemos los actores es que sabemos hacer de todo”, bromea Paredes. La Tarumba alcanzó a asentarse. Logró tener un espacio propio para instalar sus primeras gradas y reunir a 120 espectadores. Salones para colgar cuerdas, trapecios. Un lugar para enseñar y aprender, a través del juego.
Muchos los tildaron de locos. Nadie en su sano juicio hubiese hecho esa inversión en el momento que Perú vivía la dictadura de Alberto Fujimori y los peruanos buscaban emigrar como fuera. Pero los miembros de La Tarumba decidieron apostar por su país, con todo y sus complicaciones. Asumieron levantar la escuela y acarrear lo que ello suponía: facturas, impuestos y demás obligaciones económicas.
“Empezamos a mirar cómo las empresas tenían éxito. Visitamos los negocios de los alrededores. Un italiano, de apellido Piamontesa, nos enseñó a llevar la contabilidad, el manejo de las piezas publicitarias y de los medios. Teníamos que confiar y hacernos confiable para que otras empresas u organizaciones nos prestaran dinero”, recuerda Paredes.
Pero 1992 trajo otra decisión importante: renunciar al apoyo internacional y asumir el riesgo que ello implicaba. “Fue una decisión muy valiente el no solicitar más financiamiento externo”, cuenta Viviana Rodríguez, directora de Administración y Finanzas de La Tarumba. “Las organizaciones se habían vuelto muy específicos en sus perfiles y nuestra propuesta no encajaba. Había que ser autosostenibles como diera lugar”. Pero, a juicio de Paredes, ese paso los hizo realmente crecer.
Desde entonces, salieron a la calle con su propuesta artística-pedagógica. Ya no con la intención de buscar apoyo financiero, sino con la idea de hacer negocio. De hablar de tú a tú con los empresarios, en términos de ganar-ganar. “Debíamos demostrar en cada reunión que el arte es parte del desarrollo. Pero, a la vez, entender su lenguaje. Lograr un mensaje clave que durará no más de 10 minutos. Yo estudiaba el personaje que me iba a atender y buscaba cómo llamar su atención sin renunciar a nuestra línea de trabajo. Me llevaba a un equilibrista que era mi cable a tierra. Lo arriesgaba todo”, comenta la fundadora.
Fue así como comenzaron a sumar nuevos aliados. Entre ellos, la Fundación Avina, una organización latinoamericana que se dedica a crear conexiones entre líderes sociales y empresariales. Avina preguntó qué necesitaban y La Tarumba contestó que requería con urgencia un modelo de gestión. Ese nexo lo cambió todo. Los artistas aprendieron a realizar planes estratégicos, con la asesoría de consultores, especialistas en finanzas y hasta antropólogos. “Esa era nuestra mayor debilidad. Nunca habíamos hecho un plan a tres años. No habíamos creado nunca una estructura ni diseñados procedimientos. Eso nos dio estabilidad”, cuenta la directora de Gestión y Desarrollo.
Les tomó más de dos años que un banco les diera su primer préstamo. Sin embargo, lo lograron y con ese dinero construyeron su primera carpa en 2003, que les permitió acoger a 650 espectadores. En el camino, diversificaron su oferta de servicios: a los talleres de niños y adolescentes, sumaron la escuela profesional de circo, los talleres juveniles, su programa ‘Cuerda Firme’ dedicado a la formación de jóvenes de riesgo social y sus talleres corporativos, que en total le aporta una entrada de entre 40 y 30 %.
La mayor parte de sus ingresos, en realidad, viene de las temporadas de circo, que cada año instalan en Lima y en el interior del país de junio a octubre. En sus presentaciones, La Tarumba congrega a más de 130 mil espectadores y al menos 50 % del público es reincidente. Esa acogida, que reciben por la calidad de su puesta en escena, los llevó a alcanzar otra meta: comprar en 2012 una carpa italiana que incrementó su capacidad a 1.000 espectadores y que, durante las funciones, logra una ocupación de 90 %.
Un repaso por la historia de La Tarumba hace ver que nunca ha recibido apoyo económico del Ministerio de la Cultura del Perú. Tan sólo alianzas con una que otra institución del Estado. Por más insólito que parezca. Pero tampoco les ha hecho falta. Hasta ahora, su pasión por el arte los moviliza. Su convicción los mantiene en pie y su compromiso con la generación de ‘tarumberos’ que se han formado en su escuela les ha permitido llegar muy lejos. “La filosofía de vida también forma parte de nuestro plan de sostenibilidad. Nosotros no vendemos lapiceros, vendemos emociones, sueños. Y, durante estos años, hemos sabido cuidar ese producto intangible”, concluye Estela Paredes.