Recientemente leí esta expresión que me pareció sencilla y contundente: “estoy en un momento de simplificación de mi vida”.
No se si solo fue una excusa inteligente de un participante de un grupo-chat- del que hago parte o el espíritu rebelde de un ser que nos daba una lección a varios: claridad, elección y simplificación.
Yo prefiero pensar que era la última, aunque debo confesar que envidie su capacidad de retirarse del grupo sin tapujos y con elegancia. Especialmente, porque no se si a ustedes les pasa, pero soy de las personas atormentadas por tantos chats que simulan efectividad y solo quitan tiempo, pero que se avergüenza de salirse para después recibir los mensajes internos preguntado por los por qué cuando el Whatsapp te deja en evidencia.
Más allá de mi incapacidad, recién manifiesta, sobre la administración de las redes invasivas que dicen facilitar nuestra vida al ofrecer cierta omnipresencia, debo decir que esa declaración de libertad: “simplificar la vida” me causó cierta conmoción.
Creo ser alguien que busca una vida simple, el yoga y la meditación han sido parte de ese camino por más de 10 años, sin embargo no siempre es fácil lograrlo, porque no es suficiente con acallar la mente, cuidar el cuerpo y cultivar el espíritu, también se requiere desarrollar la capacidad asertiva de la conversación, esa en la que se tejen las relaciones, se crea el poder de la conexión y se construye en la sinceridad.
El acto comunicativo antes que simplificar la vida, muchas veces la complejiza especialmente cuando no le otorgamos el tiempo y la calidad porque en orden a su rapidez y efectividad le permitimos romper con principios básicos para una comprensión simple del mensaje y sobre todo de la intención y el contexto.
Esta defensa del acto comunicativo directo, personal y simple surge de la necesidad de ir contracorriente.
Cuando se exige rapidez, clamar mejor por la concreción. En tiempos de omnipresencia, solicitar presencia plena. En cambio a la ligereza, disfrutar de la liviandad.
La simpleza de la vida, no sólo esta en los encuentros y la conversación, también en la mirada comprensiva al otro que solo llega con el reconocimiento, la escucha profunda que resulta del tiempo y la presencia, y la palabra bondadosa fruto de la empatía y la proximidad expansiva que desarrolles.
La simpleza es una tarea difícil a desarrollar en la vida porque no significa descuido o abandono, exige, en cambio, presencia, conexión, libertad de elección y sinceridad.
Pero la vida simple, más allá de una búsqueda individual, sería más grata si fuera una búsqueda familiar, social, organizacional, empresarial y académica permanente. Si nos hiciéramos al compromiso de tejer confianza y comunicación directa, franca y compasiva. De ver al otro a los ojos y poderle decir: no puedo o no quiero, sin tener que explicar de más, y saberlo escuchar de otros sin tomarlo personal. Sería tan fácil si simplemente dejáramos de mentir y aparentar.
Porque la simpleza, he dicho, no es cosa simple. “Por qué hacerlo fácil si podemos hacerlo difícil” es la consigna de estos tiempos.